La publicación del ya famoso ARWU
Ranking, o ranking de Shanghái, ha supuesto un cambio radical en el discurso
político sobre las Universidades, especialmente en España, que alguien con
conocimiento en estos asuntos debiera analizar en profundidad e intentar explicar.
Lo que nació como una clasificación para uso interno en un país, China, se ha
convertido en una referencia casi sagrada que está sirviendo incluso para
definir dudosos objetivos en las políticas de educación e investigación: que
alguna de nuestras Universidades figure entre las 100 mejores del mundo.
La constatación de que ninguna de
nuestras Universidades aparezca en ese selecto grupo, y haya relativamente
pocas en las centenas siguientes, ha sido una suerte de excusa para denostar
todo el sistema universitario y exacerbar hasta límites no conocidos hasta
ahora la crítica a sus defectos y carencias: ineficiencia, endogamia,
corporativismo, gobierno clientelar, etc, etc. Personalmente no creo que esta
concentración en el espacio y en el tiempo de críticas negativas sea
casualidad, como tampoco lo son las que, desde un planteamiento diferente,
utilizan la excusa de que muchos miembros destacados de Podemos sean
“universitarios” para, acusándoles a continuación de revolucionarios ociosos
que incumplen sus obligaciones, extender la crítica a la Universidad. No deja
de ser curioso también que en un reciente estudio de la Fundación Europea
Sociedad y Educación sobre “Opiniones de los Españoles sobre sus Universidades”
se pregunte sobre la importancia de los rankings y se concluya que “unos dos
quintos (de los encuestados) habían oído hablar de ellos y la inmensa mayoría de
los encuestados (77,4%) consideró muy o bastante relevante el que hubiera (o
no) alguna universidad entre las 200 primeras”.
Vaya por delante que creo
efectivamente que hay muchas cosas que no funcionan bien en la Universidad.
Llevo muchos años en ella, conozco unas cuantas y las he visto desde todos los
ángulos: alumno, profesor, investigador y gestor. Es cierto que los que estamos
dentro tenemos mucha responsabilidad en aquello que no funciona, pero también
es cierto que los que intentan desde dentro cambiar para arreglarlo, chocan no
sólo con los que, también desde dentro, lo dificultan, sino sobre todo con un
marco normativo y unas estructuras que lo hacen casi imposible. Hay que añadir,
por cierto, que nadie con responsabilidades de gobierno se ha atrevido a
abordar este cambio, y sólo hemos visto en estos últimos años tomar medidas
parciales, inconexas, incoherentes, nacidas además sin el necesario consenso.
Pero aparte del empecinamiento de
algunos medios de comunicación influyentes para atacar de forma sistemática a
la Universidad (pública) española, creo que hay dos motivos fundamentales que
facilitan que ésta se encuentre siempre en el foco de las miradas y por tanto
las críticas. El primero tiene que ver con el propio carácter de los que formamos
parte de la institución. Nuestra tarea investigadora nos exige una aproximación
crítica y objetiva a los problemas, que evidentemente aplicamos también a la
visión sobre la institución que nos da trabajo. El segundo motivo tiene relación
con la continua y sistemática evaluación a la que se ve sometida nuestra tarea:
se evalúan titulaciones, centros, proyectos de investigación y, por supuesto,
la actividad personal, tanto docente como investigadora. Las evaluaciones
pueden tener sus deficiencias, pero dudo de que haya otro colectivo público e
incluso privado sometido a semejante presión evaluadora.
Esto sin duda explica que muchos
de los informes u opiniones más demoledores sobre el sistema universitario
público hayan sido elaborados por expertos de dentro de la casa aunque habría
que matizar que, en bastantes de estos casos, el término “experto” puede
aceptarse si se refiere a su labor investigadora o docente, pero es de dudosa
aplicación sobre su conocimiento de la legislación y normativa universitaria, y
de la gestión de la institución.
Pero volviendo al famoso ARWU
Ranking, me gustaría que hubiese alguno similar para hospitales, juzgados, parlamentos
autonómicos, servicios municipales, e incluso para empresas e instituciones
privadas. Ahora bien, si me dicen que el hospital público al que me toca acudir
no está entre los 100 mejores del mundo no voy a temblar pensando que la
atención sanitaria que recibo es deficiente. Muy al contrario, confío en sus
profesionales y en su trabajo. Que no hubiera ninguno español tampoco me llevaría
a pensar que nuestro sistema público de salud es un desastre.
Puestos a buscar algo con lo que
comparar, y dado que la clasificación de las Universidades se basa casi en
exclusiva en la investigación que realizan, se me ocurre utilizar el “R&D
Industrial Scoreboard” publicado por la Comisión Europea que mide la inversión
en investigación de empresas en todo el mundo, y que por tanto da una idea de en
qué medida el sector privado se esfuerza en hacer investigación. Si analizamos
las primeras 100, encontraríamos dos españolas, en concreto Banco de Santander
y Telefónica. Seguro que la mayoría de los que lean esto, yo el primero, se sorprenderán
de encontrar una entidad financiera entre las que más dedican a investigación.
Si nos vamos al grupo de entre 100 y 200 primeras, habría que añadir una más
(Amadeus), y tenemos que alargarnos hasta las 400 para encontrar a otra
(Indra). En suma, tendríamos cuatro empresas españolas entre las 400 mejores (en términos de esfuerzo en I+D), y
seis entre las 500. La pregunta es ¿cuántas universidades hay en esos mismos rangos?
Pues exactamente el doble: ocho entre las 400 primeras, y doce entre las 500.
Estos son los datos, y ahora cada
cual puede hacer sus interpretaciones. Las mías son las que siguen:
- En un país donde la investigación y la innovación no son una seña de identidad y menos una cuestión de estado (véase también Innovation EU Scoreboard 2014, donde España es clasificado como “Moderate Innovator”), podría decirse que las Universidades están por encima del nivel medio del país y del sector industrial en estas cuestiones. Datos, como por ejemplo el porcentaje de patentes por sectores, refuerzan esta idea.
- Las posiciones individuales de universidades, entidades o empresas en determinadas clasificaciones no pueden utilizarse para valorar la situación y posición internacional relativa de un determinado sector de actividad, y mucho menos para guiar políticas educativas, de I+D+i o económicas. Del mismo modo que tener dos empresas entre las 100 primeras en investigación del mundo no coloca a nuestro país por encima de la media en innovación en la UE, el no tener ninguna universidad no sitúa a nuestro sistema universitario por debajo. No sería difícil concentrar esfuerzos políticos y económicos en aupar a un par de universidades entre las 100 primeras del mundo a costa de dejar al resto del sistema universitario incapaz de responder a las necesidades formativas y de investigación del país.
Creo que todos deberíamos ser más
críticos a la hora de abrazar entusiásticamente clasificaciones sin conocer la
metodología, los objetivos y el alcance con que se han realizado, y evitar
utilizarlas como argumento, e incluso como arma arrojadiza. A la Universidad,
además de su labor fundamental en la educación superior y la investigación, debe
exigírsele una función social contribuyendo a crear una sociedad de ciudadanos
formados, comprometidos, y con espíritu crítico. Y eso es algo que nada tiene
que ver con la posición en un ranking.